Por Natalia Di Martino
Las imágenes de la reciente tragedia climática en Bahía Blanca recorrieron todos los medios: casas destruidas, calles anegadas, vidas perdidas y familias enteras atravesando el dolor de lo irreversible. Frente a estas catástrofes, muchas veces nos sentimos impotentes, observadores externos de un mundo que parece escaparse de nuestras manos. Pensamos que el problema es de otros: de las grandes empresas, de los gobiernos, de los organismos
internacionales. Pero, ¿qué pasaría si empezáramos a vernos a nosotros mismos como parte del problema… y de la solución?
Durante años, la narrativa dominante nos hizo creer que el cuidado del medio ambiente era responsabilidad exclusiva de los grandes actores. Sin embargo, cada vez más estudios y ejemplos concretos nos muestran que la acción individual tiene un poder transformador inmenso, especialmente cuando se multiplica en comunidad.
Vivimos en una cultura del descarte, de la inmediatez, de “lo mío primero”. Pero detrás de cada producto que consumimos, de cada residuo que generamos, de cada hábito que repetimos sin pensar, hay un impacto. Y ese impacto suma. Para bien o para mal.
La buena noticia es que así como nuestras acciones individuales pueden contribuir al deterioro del planeta, también pueden formar parte del cambio positivo que necesitamos con urgencia.
La fuerza del ejemplo
En Japón, por ejemplo, una pequeña aldea llamada Kamikatsu decidió en 2003 adoptar una política de basura cero. Con apenas 1.500 habitantes, hoy separan sus residuos en más de 45 categorías y reciclan más del 80% de lo que consumen. ¿El resultado? No solo redujeron su impacto ambiental, sino que también fortalecieron su sentido de comunidad y colaboración. No hubo un decreto internacional ni una gran inversión tecnológica. Solo una decisión colectiva impulsada por el compromiso individual de sus vecinos.
Algo similar ocurrió en San Francisco, una de las primeras ciudades del mundo en implementar compostaje obligatorio. La iniciativa comenzó con campañas de concientización y educación casa por casa. Hoy, el 80% de los residuos de la ciudad se desvían de los vertederos gracias al compromiso de sus ciudadanos.
Estos ejemplos nos muestran que el cambio empieza por casa. Por separar los residuos correctamente, reducir el consumo de plásticos, elegir productos locales, reutilizar, reparar antes de tirar, moverse de forma sustentable y, sobre todo, educar a las nuevas generaciones desde el ejemplo.
¿Y si todos hiciéramos algo pequeño?
Imaginemos por un momento que cada persona que ve una noticia ambiental decide hacer un cambio, por más mínimo que parezca. Que apaga luces innecesarias, que lleva su bolsa al supermercado, que elige productos a granel, que comienza a compostar, que cuestiona su consumo. Imaginemos que cada familia inspira a otra. Y que esas pequeñas acciones se convierten en una cultura.
Ahí es donde el concepto de responsabilidad individual se transforma en poder colectivo.
No se trata de culparnos, ni de aspirar a una perfección imposible. Se trata de ser conscientes, de hacernos cargo de lo que sí está en nuestras manos y de no subestimar el impacto de nuestras elecciones cotidianas.
El paradigma que debemos romper
Uno de los grandes desafíos que enfrentamos es cambiar la idea de que nuestras acciones no importan. Que lo que yo haga “no mueve la aguja”. Esa es, quizás, la excusa más peligrosa, porque nos paraliza.
La realidad es que todos formamos parte de una red. Y esa red se nutre y se transforma a partir de las decisiones individuales. Cuando una persona decide cambiar su manera de consumir, influye en su entorno inmediato. Cuando una comunidad se organiza para cuidar su entorno, genera presión sobre los líderes. Cuando una generación entera crece con conciencia ambiental, transforma la historia.
¿Cómo empezar?
La clave está en la educación, la empatía y la acción cotidiana. Hablar con nuestros hijos sobre el ciclo de vida de los productos. Mostrarles que la “basura” puede tener una segunda vida. Involucrarlos en tareas de reciclaje, compostaje, en la cocina, en el armado de juegos con materiales reutilizados.
También podemos organizar ferias de trueque en el barrio, participar en limpiezas comunitarias, apoyar a emprendimientos locales con valores sustentables o simplemente elegir consumir menos y con más intención.
Cada acción suma. Cada gesto cuenta. Y cuanto más lo compartimos, más fuerza tiene.
La tragedia que no es ajena
Volviendo a Bahía Blanca: ¿qué hubiese pasado si se hubieran respetado los límites naturales en la planificación urbana? ¿Si se hubiera invertido en infraestructura verde? ¿Si todos tuviéramos más presente que lo que tiramos al suelo, al río o al aire, no desaparece, sino que vuelve, muchas veces, en forma de tragedia?
No podemos evitar todos los desastres naturales, pero sí podemos reducir sus causas y consecuencias. Y eso empieza con decisiones individuales, sostenidas en el tiempo, que construyan un nuevo paradigma colectivo.
Nuestro rol, nuestro poder
Ser parte del cambio no significa hacerlo todo perfecto. Significa hacerse cargo, preguntarse cada día cómo podemos vivir con más coherencia, con más amor por este planeta que es nuestro hogar.
La sostenibilidad no es una moda, es una urgencia. Y también, una oportunidad. La oportunidad de construir una vida más simple, más conectada, más feliz. Para nosotros, y para quienes vienen después.
Porque al final del día, no se trata solo del planeta. Se trata de cómo elegimos vivir.
Natalia Di Martino
Mentora en vida consciente y sustentable
�� info.econati@gmail.com
�� Instagram: @econati
Por Natalia Di Martino