Por Fernando Rigou
Después de más de 50 años en ventas, me animé a escribir este relato que formará parte de mi próximo libro.
Es personal, imperfecto y muy sincero. Lo comparto con quienes saben que vender es mucho más que ofrecer un producto. Es resistir, observar, caer y levantarse y seguir. Ojalá lo disfruten.
Humildemente, si existiera un Top Ten de vendedores, yo estaría allí. ¿Primero? No sé… puede ser… ¿por qué no?
Vendí desde libros casa por casa hasta servicios complejos. De esas ventas que tardan años en madurar, y de las otras, las que uno tiene que cerrar en diez segundos, ese instante mágico en el que sacás la nota de pedido y preguntás: —¿El anticipo lo pagás en efectivo o con cheque? …sin que el cliente haya abierto la boca.
Es cierto: las ventas complejas me formaron profesionalmente. Pero si no hubiera «pateado» la calle como lo hice, si no me hubiera comido los golpes que me comí, no estaría hoy disfrutando de la cima del ranking.
Aprendí a identificar al que firma, a entender quiénes participan en la decisión, a reconocer a quién pasar por arriba sin que se dé cuenta —o mejor aún, lograr que él mismo te lleve al decisor—, y a leer los movimientos de la competencia. Tantas cosas… Y aún así, hay quienes dicen vendedor con ese gesto despectivo tan común. Si entendieran lo que implica nuestra profesión, empezarían a escribir Vendedor con V mayúscula.
Obviamente, fracasé mil veces. Me pegué golpes duros. Pero gracias a ellos aprendí la primera condición para sobrevivir en este oficio: manejar el estado de ánimo. Porque cuando no te sale una, te sentís una basura. Y cuando hacés una gran venta, si existe Dios, está un escalón abajo tuyo. Pero siempre seguí adelante. Como aquella vez
en que terminé llorando en el baño de un bar en González Catán, tras perder una venta por culpa mía. ¿Quién sigue hablando del producto después de recibir el anticipo? Pero me levanté. Solo, como corresponde.
—No sirvo para esto —me repetía a veces, sobre todo al ver a esos vendedores cancheros contando anécdotas entre sorbo y sorbo de café. Eran gigantes de sonrisa blanca y zapatos lustrados.
—Yo tengo catorce pares de zapatos —me dijo Pablo Coppié, una vez que el jefe me mandó con él a visitar clientes. Debía ser mi tercer día. Pablo me miró por primera vez cuando salimos. Después de venderle a uno de los dos clientes que visitamos, me dijo: — Flaco, si el jefe pregunta, decile que laburamos hasta las 17:30, ¿eh? Y se fue. Yo me quedé esperando el 130, aterrado de que alguien me viera. Nunca me gustó mentir.
Nunca. Porque decir la verdad en ventas es un valor. Aunque sí, a veces hay que adornarla. Hay que saber decirla. Mejor dicho, hay que saber cómo decirla. Y esa es una habilidad que pocos valoran. Por eso, entre otras cosas, estoy en el Top Ten.
Soy de los pocos que puede compartir un asado con los operarios de logística o con el presidente de un banco (como lo hice), con la misma tranquilidad. Porque la experiencia me enseñó que nadie es mejor ni peor que yo. Desarrollé esa rara habilidad de no sentirme ni más ni menos que nadie. Esa mirada periférica que tienen los números diez brillantes en el fútbol: atentos al objetivo, pero sin perder de vista el contexto. Y lo más importante: sabiendo que cerrar es un arte. Como el golfista que queda a metro y medio del hoyo. Como el nueve que enfrenta solo al arquero. Cuando entendí eso, supe que ya
era vendedor.
Uy, Dios… si hubiera usado esas habilidades para conquistar mujeres… Pero no. Mi vida personal es otra historia. Ahí juego en el ascenso. Aunque nadie lo sabe. Sin quererlo, construí una imagen que se me fue de las manos. Si supieran de mi timidez, mis inseguridades, mis dudas… me bajarían del ranking sin contemplaciones.
Pero no vine a hablar de eso. Porque, nos guste o no, en ventas lo único que cuenta son los resultados. Y los míos, humildemente, fueron extraordinarios.
No llegué a la cima por participar de cursos dictados por gurúes de zapatos brillantes y medias rotas, esos que creen que vender es seguir una receta de cocina. No. Para estar en la elite hay que caminar muchas calles, golpear muchas puertas, convivir con el fracaso sin que se te caiga la frente. Aplaudir los éxitos ajenos mientras la envidia te muerde el estómago. Y, sobre todo, dominar los estados de ánimo.
Porque, seamos sinceros, sostener grandes resultados en ventas te desgasta. Uno no nace vendedor. Si no, mirame a mí. Estuve diez años recorriendo el Gran Buenos Aires vendiendo cortadoras de fiambre, calculadoras, cajones monederos y vaya uno a saber cuántas cosas más. Y nada de marca, claro. ¿Cómo voy a olvidar aquellos viernes frente a la oficina del Turco Vuotto, haciendo la “amansadora”, esperando que me tire unos mangos para el finde?
Sí, la vida da oportunidades. Yo supe verlas y aprovecharlas. En ventas, las oportunidades pasan galopando.
No voy a mentir —ya dije que no miento—: en la multinacional me tomaron de lástima. Mi viejo era amigo del gerente. Una semana después de una entrevista olvidable, estaba sentado en una mesa larga con ocho vendedores de verdad. Para mí, próceres. Aunque con el tiempo descubrí que muchos eran héroes de cartón pintado.
Mi inexperiencia me hizo perder tiempo en ventas imaginarias, con compradores que solo se divierten haciendo perder el tiempo. Muchos no aprenden nunca a detectar eso.
Porque uno se aferra al primero que te da bola. Porque estás solo. Porque necesitás motivación. Pero para llegar a lo más alto, hay que saber soltar la fantasía y seguir remando.
Pocos tenemos motor propio. No necesitamos que nos digan qué hacer. Nos anticipamos. Vemos tres o cuatro movimientos más adelante, como en una partida de ajedrez. Sin motor propio no podés estar ni entre los cien primeros.
¿Cómo puede un vendedor trabajar sin objetivos? Es más: ¿cómo puede vivir alguien sin objetivos? Cumplirlos debería ser sagrado para nosotros. La presión nos desgasta, sí, pero también nos impulsa.
En aquel salón, donde estaba la gran mesa de vendedores, colgaban nuestras fotos. Una fila marcaba las ventas del mes. La otra, los días sin vender. Los dos últimos del trimestre… despedidos sin miramientos.
Pero si tengo que elegir una sola razón por la que llegué a estar arriba, es esta: estar siempre con el cliente. Anticiparme a sus problemas. Escucharlo. Aprender de él.
Porque las mejores ideas vienen del cliente. Y, humildemente, te aseguro que no hay uno solo que hable mal de mí.
Bueno, tengo que dejarlos acá. Ya sé que hoy es domingo… Pero me está llamando un cliente, y lo tengo que atender.
¿Qué opinás? ¿Se nace vendedor o se hace?
Por Fernando Rigou