Por el Prof. Dr. Roberto M. Cataldi Amatriain
Los honores, las distinciones, los premios y otros tipos de reconocimiento no siempre son compatibles con quienes los reciben. Por otra parte, hay expresiones enaltecedoras que la tradición consagró pero que hoy son absolutamente irreales, que deberían desaparecer si no queremos caer en la hipocresía o quizás el ridículo. Como ser, en el Imperio Romano se designaba “dignatario” a la persona investida de autoridad por la dignidad que ocupaba, cuya tarea era honorífica, término que ha llegado hasta nuestros días totalmente desvirtuado, porque los dignatarios de hoy no son más que mandatarios a sueldo, muy bien pagos, cuya dignidad personal en muchos está por verse.
En el ámbito académico se utiliza habitualmente la expresión “ad honorem”, expresión muy familiar en mi caso, pues yo durante décadas he ejercido la docencia universitaria, pública y privada, bajo esta condición, sin recibir retribución económica alguna, y lo he hecho y lo sigo haciendo simplemente por la satisfacción personal de hacer el bien. Pero lo curioso es que inexplicablemente se sigue hablando de “Honorable Cámara de Diputados o de Senadores” o de “Honorable Consejo Deliberante” y, todos sus integrantes perciben suculentos sueldos que ellos mismos se asignan por ley no sin rostro pétreo, además de una serie de prerrogativas y gastos de todo tipo, a menudo escandalosos, sufragados con los dineros públicos, más allá del cuestionable desempeño en la función pública. Y como si fuese insuficiente esta anomalía, vemos cómo desde concejales a presidentes buscan algún artilugio legal reñido con la ética para su reelección a perpetuidad, amparándose en el mandato popular (comprado con engaños y dádivas) para anular el sentido de la alternancia democrática. En efecto, así gobernadores e intendentes con más de 25 años en el mismo cargo no están dispuestos a resignarlo, a lo sumo alguno fue sustituido transitoriamente por un familiar en un claro acto de nepotismo. También legisladores sin genuina historia laboral ni de capacitación superior que la mayor parte de su vida la han pasado en el edificio del congreso… No hay duda que todos estos individuos jamás sirvieron a la política, viven de ella mientras se arrogan distinciones altisonantes sin sonrojarse. Claro que nada de esto tiene que ver con la democracia o el espíritu republicano, sí con el régimen feudal, la colonia o la monarquía en su peor versión. Los premios para muchos representan el éxito, la consagración, la posibilidad de cambiar de vida. En efecto, esto es real porque quien gana un importante concurso de novela tiene la posibilidad de salir del anonimato, de convertirse en alguien, ya que la maquinaria empresarial y publicitaria se encarga de hacerlo. Y si llega en ventas a rangos de bets sellers, las editoriales competirán entre sí y lo perseguirán como perros de caza, aunque sea un escritor mediocre.
En el ámbito académico, he conocido a colegas que buscan denodadamente las distinciones, que se desviven por obtenerlas, ya que las necesitan para convencerse a sí mismos y convencer a los demás de que son valiosos. Sé de alguno que por no recibir cierta distinción terminó enfermándose, pobre. Más allá de estos problemas de personalidad, está claro que existe un trasfondo que la gente desconoce, porque a ciertos premios no suelen llegar los mejores si no participan de la rosca, deben tener los contactos convenientes para poder acceder. Los que están fuera de ese círculo a lo sumo podrán tener un número limitado de lectores (escaso para el mercado), y hasta ser apreciados por algunos de sus pares, peno no superarán la condición de “autores de culto”. Y esto es algo que se da en todas partes y en todos los ámbitos.
Dicen que para la adjudicación del primer Premio Nobel de Literatura (1901) León Tolstoi estaba entre los postulados, sin embargo no se lo otorgaron. ¡Qué llamativo! Frank Kafka tampoco lo recibió y, como disculpa he leído, siempre hay una disculpa, que la visión literaria del praguense estaba adelantada a su época frente a una Academia que no estaba preparada… También Proust, Joyce, Chesterton, Virginia Wolf, Borges, Simone de Beauvoir, Cortázar, Susan Sontag, Margarite Yourcenar, entre otros escritores notables, no lo recibieron, en cambio sí autores con muchos menos méritos. También el japonés Haruki Murakami o el keniano Ngugi Wa Thiong’o, han sido propuestos varias veces y siguen esperando, con la incertidumbre de que podrían ser los eternos candidatos al premio. Me pregunto qué opinaría Alfred Nobel si viviese y comprobase lo que han hecho con su legado…
A Vladimir Nobokov no se lo dieron pero sí a Winston Churchill. El Nobel de Churchill merece un comentario. Dicen que la Academia quería otorgarle un Nobel y como no era posible el de la Paz (el más politizado de todos) le dieron el de literatura, cuando en realidad solo había escrito seis volúmenes sobre la Segunda Guerra Mundial, con una visión muy personalista donde procuraba exaltar su persona y ocultaba los desastres humanitarios de los que fue principal responsable (algunos similares a los que cometió Stalin). Está claro que Winston carecía de grandes dotes literarias, aunque le sobraba egocentrismo. Dicen que él ambicionaba el de la Paz pero se lo concedieron al general George Marshall, su enojo fue tal que envió a su esposa a recibirlo.
Algo que muchos ignoran es que en 1939 el gran candidato fue Adolf Hitler, cuyo libro “Mi lucha” se llegó a vender por millones, detrás de la Biblia, y en la década del 30 sus ventas lo hicieron rico, convirtiéndose en el autor alemán más próspero. Y pensar que la vocación de Adolf era la pintura, no la escritura, y que su fuerte instrumento de captación de masas fue su capacidad de orador, no la de escritor. Terminada la guerra, el libro fue proscripto pero continúo vendiéndose clandestinamente en diferentes idiomas. Hoy se vende libremente en todas partes. Albert Camus recibió el Nobel de Literatura siendo muy joven, tenía 44 años. Dicen que jamás se lo perdonaron. Era un francés de Argelia, un pied- noir, de procedencia humilde, sin trayectoria académica ni fortuna personal, en fin, estaba fuera del círculo áulico y para peor había osado enfrentarse a Jean-Paul Sartre, quien reconoció que Camus merecía el Nobel, aunque para sus acólitos fue difícil de digerir.
Philip Roth tampoco lo recibió, sí Bob Dylan. Y George Steiner que falleció el año pasado, dicen que siempre aguardaba en silencio que se lo otorgara.
En fin, con motivo de la adjudicación del Premio Nobel de Literatura 2021, una periodista recordó que 95 de los 117 galardonados eran de Europa o los Estados Unidos, y que sólo 16 eran mujeres.
A causa de la actual pandemia y las nuevas vacunas, en varias publicaciones he recordado a modo de homenaje a Salk y Sabin, inventores de las vacunas contra la poliomielitis que erradicaron la enfermedad del planeta. Ellos no quisieron patentar sus inventos por considerar que pertenecían a la humanidad… Qué lejos hemos quedado. Nada que ver con la codicia actual. Salk y Sabin, verdaderos benefactores de la humanidad, demostraron una tesitura moral ejemplar, sin embargo jamás les concedieron el Nobel.
En materia del Nobel de la Paz, aquí registramos las mayores aberraciones. Gandhi fue nominado cinco veces y nunca lo recibió, pero recuerdo que siendo muy joven y viviendo en Madrid se lo concedieron a Menájem Beguín y Anwuar el Sadat, cada uno con una significativa historia de claroscuros, lo que motivó que entonces escribiese alguna crítica.
En mi larga vida he conocido a seres que nunca terminan de vanagloriarse por haber obtenido algún logro y, he comprobado que habitualmente se trata de individuos que se tienen a sí mismos en un alto concepto, que ansían ser admirados, y confieso que no puedo evitar preguntarme que hay en su interior tras esa pura apariencia.
Arthur Schopenhauer, hijo de la salonnière Johanna Schopenhauer, publicó una obra cuyo título no fue del agrado de su madre pero sí de Goethe, quien era la estrella de la tertulia de Johanna. A partir de allí Arthur hizo lo imposible para que Goethe se convirtiera en su protector intelectual y le ayudase a publicar. No fue así. En una oportunidad le envió un escrito y Goethe eludió dar su opinión, sugiriéndole consultar con un especialista en el tema. Arthur explotó, dando lugar a una célebre disputa epistolar. Para Schopenhauer, filósofo es aquel con suficiente valor para no guardarse ninguna pregunta, a pesar de que esa verdad lo arroje al destino de Edipo. Goethe respondió que seguiría enseñando si los estudiantes no se creyesen maestros enseguida. La arrogancia del joven y la vanidad herida del viejo maestro, fue inocultable. Pero en la historia de la intelectualidad esto se repitió en incontables oportunidades. Pascal sostenía que quien no ve la vanidad del mundo es porque él es muy vano. Y para Honoré de Balzac: “Hay que dejar la vanidad a los que no tienen otra cosa que exhibir”.