Por el Dr. Roberto Cataldi Amatriain
Hace 50 años, un 16 de abril, en medio de un clima social y político borrascoso, con la encrespada violencia de los años 70, me graduaba de médico en la Universidad Nacional de La Plata, ciudad donde nací y viví hasta mi viaje como becario a Europa. Después, a mi regreso, me instalé en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, de donde era original mi padre.
Tengo presente cuando por primera vez pisé la facultad de medicina con la intención de ser médico, pues sentí una emoción que traté de disimular, también cuando por primera vez concurrí a la sala de clínica y cuando fui al quirófano a presenciar una intervención, así como mis dos años de practicante de guardia en un hospital público. Para mí fue, ha sido y es muy importante. Recuerdo que al llegar del hospital a mi casa le contaba a mis padres mis experiencias, lo que había visto y aprendido, y ellos mientras comíamos me escuchaban con suma atención y
hacían comentarios. No disimulaban el placer que les producía que su único hijo hubiese encontrado sin titubeos su vocación, ya anunciada desde muy chico, con tan solo cuatro años.
En mis ratos libres solía leer mucho, leía a salto de mata, también escribía. Confieso que me producía placer. Sabía que mi afición por la medicina llenaba de orgullo a mis padres y, aunque no lo expresaban con palabras en mi presencia, lo advertía en el lenguaje gestual, sentían que yo había logrado lo que ellos por diversas circunstancias no pudieron. Asimismo eso experimentaban dos de mis tíos, decididamente mis ángeles protectores, y mi primo. En fin, tenía conciencia que no los había defraudado y que mi afecto hacia ellos siempre estaba presente. Uno a
uno se fueron yendo, me dejaron solo, y a pesar de que han pasado muchos años siento profundamente sus ausencias. Podía llegar a discutir con ellos, expresar opiniones contrarias, pero el amor perduraba.
Muchas veces me han dicho que soy un idealista, es cierto, creo que tengo una genética e incluso una epigenética idealista, porque mis ancestros exhibían una fuerte veta romántica y altruista. La literatura que seleccionaba mi padre en mi niñez y adolescencia era de la mejor, y caló hondo en mí, cuánto se lo agradezco.
Pero esa veta no fue un obstáculo para ver las cosas de una manera real. En efecto, suelo ser muy pragmático en el ejercicio de mi profesión, de allí mi ambivalencia. No tengo mayores dudas en apostar a la verdad, evito pelearme con ella, ya que no tiene sentido. Me he acostumbrado desde chico a enfrentar las dificultades, al punto que cuando algo me sale fácil, sin tropiezos ni obstáculos, no deja de sorprenderme.
La distracción siempre ha sido uno de mis problemas, recuerdo cuando a mi madre la convocó la maestra para quejarse: “ese chico es muy distraído”. Tenía razón. Por momentos pienso que vivo en un permanente diálogo interior, donde se entrecruzan observaciones, reminiscencias, imágenes, reflexiones, sentimientos.
La ambivalencia de ser pragmático para unas cosas y profundamente idealista para otras, es una marca de fábrica. Tengo presente esos deseos que están destinados a ser insatisfechos, al igual que los afectos ausentes, que no están pero que siguen presentes, ya sean de mis familiares, mis maestros, mis amigos. En fin, la ansiedad
que producen las ausencias y abandonos, sobre todo cuando se transita la vejez, aunque uno se sienta todavía joven.
No acostumbro a hacer promesas por temor a no poder cumplirlas, el incumplimiento me generaría un cargo de conciencia. Y agradezco a todos aquellos que en el transcurso de mi vida me prestaron alguna ayuda. En realidad, muchos son los que algo les debo, siquiera en el plano moral, y considero que las deudas morales jamás se cancelan. Procuro cuidarme de la envidia, por eso acostumbro a reconocer el mérito ajeno y elogiar aquello que lo merece. Tampoco acepto el odio, porque sé que envenena el alma. Y en cuanto al ego, trato de no darle rienda suelta, evito que se imponga, aunque algunos piensen que tengo un ego robusto.
Decía un famoso novelista estadounidense que los cerebros son como las latas, las que están vacías son la que más ruido hacen… Sé que vivimos en un mundo donde predominan las apariencias, en el que la riqueza más obscena asociada al marketing otorga poder, fama, importancia social, aunque uno sea un imbécil o un canalla.
No me canso de repetir que soy un outsider, pues siempre estuve al margen de las componendas tejidas al calor del poder, me ubique deliberadamente fuera de las roscas académicas, apartado de esas oscuras tendencias que otorgan privilegios, honores e incluso premios inmerecidos. En efecto, tengo por costumbre prescindir de cualquier reconocimiento falso, no lo necesito, a diferencia de algunos colegas que se desviven por ser reconocidos y hasta se inventan una épica que les de credibilidad o por caso tienen como modus vivendi comparar, clasificar y defender
obstinadamente ciertas jerarquías. Entre la defensa de los derechos y la defensa de los privilegios, no tengo dudas en adoptar la primera tesitura. Yo sé quién soy, tengo mi historia, mi formación, mi temperamento, deseos y afectos. Como médico asistencial no me olvido que también soy paciente, y como profesor tampoco olvido que fui un estudiante. Alumnos y discípulos me consideran un maestro, y con el paso de los años terminé por aceptarlo, creo que la falsa modestia solo esconde la soberbia cuando no la hipocresía. Pero estoy convencido que el médico debe actuar con humildad, dejar de lado ciertas coreografías o espectáculos más bien circenses, porque son conductas poco éticas y que dañan la imagen de la profesión.
La medicina actual difiere bastante de la que yo viví en mis primeros años de médico, al punto que muchos consideran aquella como la crónica de una muerte anunciada, y hoy en cambio tendríamos una medicina totalmente diferente, nacida al calor de la tecnología de punta que tornaría innecesaria la relación presencial
entre el médico y el paciente, mientras que otros estiman que con el tiempo el robot terminará por sustituir al médico, negando así lo humano que hay en cada uno de nosotros. No tengo dudas que quien más interesado está en que esto suceda es el mercado, cuyo margen de ganancias jamás será suficiente. La vida de los seres humanos hoy está medicalizada y, cada vez son más los que no pueden acceder a estos recursos vitales. No es casual que en materia de negocios la industria farmacéutica comparta el podio con la del petróleo y la del complejo de
armamentos. En estos cincuenta años he sido testigo de numerosos cambios en la medicina y el contexto social, aquí y en el exterior, pero la naturaleza o esencia de la profesión no ha cambiado. No se confundan los colegas apasionados del dinero y la fama que ignoran olímpicamente la historia de la profesión y sostienen que el
romanticismo o el idealismo ya fue, todavía hay médicos que ejercemos la medicina convencidos de que ésta es un servicio y adoptamos la profesión médica como una misión. Bástenos lo sucedido con la última pandemia y el abnegado desempeño médico para eximirme de comentarios. Está claro que el espíritu de la profesión pervive en muchos de nosotros.
Estoy acostumbrado a escribir en dos registros diferentes, con su metodología, códigos, preceptiva y estilo propios, en consonancia con las diferentes narrativas o literaturas. Escribir una comunicación científica para un congreso, un editorial para una revista médica o un libro de mi especialidad asistencial es muy diferente a escribir un artículo de opinión sobre un tema de actualidad o un ensayo literario.
Esto siempre lo tuve presente. Y ahora, coincidiendo con la fecha, están saliendo de imprenta tres libros, de diferente temática, que de alguna manera dan testimonio de mi actividad como internista, bioeticista e intelectual: “¡Mueran los Intelectuales!”; “Temas de Medicina Interna Ambulatoria”; “Bioética para Médicos
en ocho lecciones”. Aclaro que esta tarea, ímproba, de ninguna manera ha interferido con lo asistencial o la docencia de grado ni de postgrado, ya que son actividades de las que disfruto y, entre otras cosas, le dan sentido a mi existencia.
Debo reconocer que en varias oportunidades he tenido la suerte de estar en el momento justo y en el lugar adecuado. He sabido escoger a mis maestros, quienes hoy forman parte de la historia de la medicina. Y también he tenido la oportunidad de cosechar la amistad de algunas figuras de renombre internacional, incluso de países lejanos, siendo tan solo un joven profesional.
En la vida tener ambiciones es importante, siempre lo aconsejo, porque ellas nos hacen progresar, alcanzar metas, pero también es importante poseer “conciencia de límite”. Aún no había cumplido los 40 años y como médico tenía algunos lustros de fecundo ejercicio, me consideraba bien formado por mis maestros, aprobada la tesis con la que me doctoré, realizada la carrera docente, y también había vivido en Europa perfeccionándome, era profesor de la universidad y jefe de servicio hospitalario por concurso público, en fin, todas las metas profesionales que me
propuse al graduarme ya estaban cumplidas. Y esos sueños juveniles que se concretaron siendo todavía joven me produjeron tranquilidad interior, estaba en paz conmigo mismo, pero en el cotidiano horizonte profesional siempre surgían nubarrones, dificultades pergeñadas por ciertos colegas que se empeñaban en hacerme la vida imposible como solían decir algunos de mis queridos residentes, y si bien trababa de ignorar esas miserias morales que me acechaban, a menudo lograban su objetivo, porque con el mal nos topamos a la vuelta de la esquina.
Conozco las difamaciones, las traiciones, las persecuciones, las jaurías, que para justificar lo injustificable acostumbran fabricar su relato… De todas maneras, nunca eludí bajar al ruedo, y nadie se atrevió a atacarme de frente, ya que los cobardes no suelen dar la cara.
Confieso, asimismo, mis perplejidades acerca de la crueldad, las identidades cerradas, la inadecuación del ser humano ante el mundo, así como la falta de voluntad por solucionar problemas vitales y convivir civilizadamente. No poco de lo que acabo de señalar se divisa cuando no se percibe claramente desde el mirador
de la medicina, y no me canso de decir que la medicina no es una isla, el contexto social la atraviesa. Los médicos tomamos contacto con una dura realidad que va más allá de la profesión.
En fin, hoy tengo discípulos esparcidos en todos los continentes con quienes a través de las redes sociales nos comunicamos. Con algunos hace décadas que no nos vemos, pero la distancia y el paso del tiempo de ninguna manera nos impide manifestamos afecto, aunque me agradaría darles un abrazo. También están los que se decidieron por otras especialidades, y los que ya son profesores y jefes de servicios hospitalarios. Reconozco que sus éxitos me enorgullecen. Para mí el diálogo con los jóvenes es un estímulo vivificante. Estimo que en estos cincuenta años de médico he procurado dar lo mejor y pido a Dios que me permita seguir adelante hasta mi último día. Muchas gracias por la lectura de esta narración un poco intimista.
Fuente: Conflictos, Intereses & Armonías/Blog sobre Crítica Cultural
Por el Dr. Roberto Cataldi Amatriain